Mohamed contra Goliat
Mohamed luchó con todas sus fuerzas contra el monstruoso gigante al que, por el contrario, finalmente le bastarían unos golpes para acabar con su apenas comenzada vida. Un niño de ocho años plantando cara al que se cruza en su camino con la peor de las intenciones. Y sin la “ayuda del señor” con la que contó David en el bíblico relato. Mohamed, un niño real, logró oponer la resistencia de todo su ser, en un desigual “enfrentamiento” que, por desgracia, lejos de cualquier mirada y en la oscuridad del temprano anochecer invernal, estaba destinado a perder desde el principio. Esa noche del domingo 18 de diciembre, en los albores de la Navidad, a punto de empezar las vacaciones, o cualquier otra noche que al gigante le hubiera resultado “propicia”. Lo único que Mohamed pudo hacer fue guardar bajo sus uñas la identidad de su asesino, la prueba de cargo que ha librado a más niños de toparse con el monstruo disfrazado de hombre que repartía en su barrio bombonas de butano - además de chucherías -, en sustitución de quien solía hacerlo.
Cuando Mohamed se despidió de sus padres a las siete de la tarde para ir como cada día a jugar un partido de futbol con sus amigos, nadie podía sospechar – quién demonios podía hacerlo - que aquel sería su último adiós. Siempre regresaba puntual. Esa tarde simplemente no regresó. Alarmados por el retraso del pequeño, sus padres y sus tres hermanos mayores comenzaron a buscarle por la barriada, un núcleo urbano de reciente construcción situado junto al hospital de Ceuta, en el que (casi) todos se conocen. Gritaron su nombre mientras recorrían calles, parques e instalaciones deportivas con la desesperación de saber que lo estaban haciendo contrarreloj. Mohamed ya no podía oírles. A las siete de la mañana del día siguiente apareció su cadáver en un descampado cercano. Otra familia que perdía a su David y la rutina de una vida se transformaba, en cuestión de horas, en el indescriptible caos del insondable dolor.
Se antoja escalofriante que la existencia pueda reducirse de esta forma a un cálculo de siniestras probabilidades. Aunque nos empeñemos en creer que tenemos control sobre las cosas que ocurren, sabemos en realidad que un día, una hora, un minuto, tan solo un instante, puede cambiar el devenir de los años. Incluso el de toda una vida. No queremos ni pensarlo, pero con los años hemos visto que la suerte - buena, regular, mala o demoledoramente trágica - puede cruzarse en nuestro trayecto y dar un revolcón de insospechada magnitud a los planes trazados o por trazar. También, que estar en un determinado momento en un lugar concreto puede quebrar sin remedio el curso de un futuro encauzado o que toparnos con quien nadie querría encontrarse, puede suponer una sentencia de muerte. Un maldito porcentaje de probabilidades que nadie se plantea calcular. Y, sin embargo, qué padres no experimentan una intensa ráfaga de desasosiego cuando sus hijos empiezan a aventurarse en el mundo sin que ellos lo acompañen. Ninguno. Todos saben que el hombre del saco no vive en los cuentos, que es tan real y tan negro como el asfalto del patio de recreo. Que puede matar, que mata.
El asesino confeso de Mohamed - Cristian, de 34 años -, lo acechaba desde hacía tiempo, le había visto en su casa las dos veces que acudió a repartir las bombonas de butano correspondiente y también en el portal de su tío. Allí, en el mismo edificio, vivía el asesino con sus padres. Mohamed se convirtió en su frágil objetivo. Era, para él, simplemente eso. Y en cuanto tuvo ocasión, apuntó al pequeño con su alma depravada y disparó, interponiéndose de la peor forma posible en su destino, el que quizás debería de haberle llevado, con los años, a ser un hombre, un marido, un padre, un abuelo. No existe reparación para ello. Jamás habrá consuelo para sus padres, sus hermanos, sus tíos y abuelos. Una vez que se apaguen los focos, serán ellos, únicamente ellos, quienes queden en cubierta a merced del dolor. Entre los bloques de hielo del olvido, aislados en busca de respuestas que nadie les podrá dar jamás, sometidos a la tortura de despertarse cada mañana pensando en Mohamed. En aquella tarde, en aquel último día.
Y en el cobarde monstruo ataviado de hombre que se lo arrebató.
Antes de que llegara el resultado del análisis del ADN hallado bajo las uñas de Mohamed, la policía ya había incluido a Cristian en el macabro ranking de sospechosos. Porque eso es lo primero que tienen que hacer siempre los investigadores. Cada vez que un niño no vuelve a casa. Una lista de los pederastas con antecedentes que viven o trabajan por la zona. Porque asumamos de una vez que, por desgracia, hay monstruos irrecuperables que jamás convivirán sin infligir daño. Aún tenemos demasiado reciente el caso de Francisco Almeida, que asesinó en Lardero al pequeño Álex, de nueve años, tras lograr la libertad condicional después de un impecable comportamiento en prisión. Almeida ya había matado antes, había violado antes. ¿Cuántas oportunidades más había que darle? ¿Acaso no ha quedado acreditado ya que el buen comportamiento en prisión no guarda relación formal ni con la rehabilitación psicológica del pederasta ni con su renuncia real a repetir las conductas delictivas? En países, como Canadá, antes de correr riesgos, prefieren apostar por colocar dispositivos electrónicos que permitan tener “controlados” a los delincuentes sexuales cuando se acercan a un colegio, a un parque, a un descampado.
En otros países, como Gran Bretaña, se elaboran listas con los lugares de residencia de los violadores más peligrosos. Para intentar prevenir. En España, sin embargo, es prácticamente imposible la implantación de un registro público de pederastas. La Constitución, como ley de leyes, contempla la reinserción de las personas condenadas una vez que cumplen su pena, además de garantizar el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. Pero, ¿cómo podemos entonces proteger a nuestros niños de los depredadores convictos? Como jurista, entiendo y comparto el principio de la reinserción; como persona, el de las segundas oportunidades. Siempre que no esté en juego la protección de un David cuando hay un Goliat demasiado cerca.
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