Achicar el Estado: ¿Solución o ilusión para mejorar la eficacia estatal?
Cuando pensamos en el Estado, solemos reducir su complejidad a dos imágenes predominantes: la de un instrumento técnico que administra lo público, o la de un espacio capturado por intereses políticos. Si bien ambas representaciones en torno al Estado contienen elementos de verdad, lo cierto es que dichas visiones omiten una de sus funciones esenciales: su rol estratégico en el desarrollo de la economía y el bienestar social. Es por ello que resulta preocupante la centralidad que ha adquirido en el debate público el “tamaño” del Estado y el poco espacio que, en paralelo, tiene en el actual debate presidencial el tipo de Estado que necesitamos de cara a los desafíos de Chile.
Una de las principales ideas fuerza en el marco de la discusión sobre la modernización del Estado, impulsada principalmente por la derecha económica, clama por un aparato estatal más pequeño y desregulado, concebido únicamente como facilitador del sector privado. Esta visión, imbuida de una crítica severa al rol estatal, lo presenta como un lastre, un impedimento para el dinamismo económico que el país necesita.
En este contexto, las propuestas de diversos actores políticos han puesto de manifiesto estrategias concretas para esta reducción. Evelyn Matthei, en sintonía con el ideario de desregulación visto en Argentina con Milei y en Estados Unidos con Trump, ha explicitado un plan de recorte del gasto público significativo, acompañado de medidas como la unificación de ministerios y la reorientación del gasto social a través de subsidios directos. Johannes Kaiser por su lado ha sugerido una reestructuración más profunda, convirtiendo ministerios en subsecretarías y reduciendo impuestos a empresas. Incluso desde el progresismo se han considerado fusiones ministeriales, reflejando una preocupación común por la eficiencia y la optimización en la estructura estatal.
Otro foco de cuestionamiento se ha centrado en el empleo público, percibido por ciertos sectores como una carga burocrática excesiva e inamovible, acrecentado por el reciente caso asociado al uso irregular de licencias médicas. Bajo esa visión la figura del funcionario público se contrapone a la agilidad y eficiencia que se demanda para el Estado, así como también con la correcta administración de los fondos públicos.
La discusión en torno a la Modernización del Estado se ha visto limitada así a una discusión sobre cómo reducir el aparato público sin una reflexión estratégica más profunda. Por otro lado, dicha discusión ha relegado a un segundo plano los costos asociados a una reforma del Estado que no considere las múltiples funciones que cumple dentro de la sociedad y la economía. Reducir drásticamente el aparato estatal y flexibilizar el empleo público sin los resguardos necesarios podría deteriorar las condiciones de trabajo de los funcionarios y por ende, afectar la calidad de los servicios que el Estado entrega, incluyendo la salud, seguridad y educación, aumentando la desprotección social. Todo ello podría generar mayor incertidumbre y desorden para quienes interactúan con el Estado día a día.
A su vez, los Estados contemporáneos juegan un rol estratégico en el desarrollo de los países a través del apoyo, acompañamiento y liderazgo de distintas actividades económicas. En ese sentido, la reducción del Estado no necesariamente se traducirá en crecimiento económico. Dicha premisa omite al menos el claro agotamiento del modelo productivo chileno que hemos observado las últimas décadas, así como el rol estratégico del Estado en la superación del estancamiento económico.
Es imposible, no obstante, ignorar la urgente necesidad de un Estado más eficiente y profesionalizado, que no se ahogue en burocracia, con procesos ágiles y trámites simplificados. Como pilares fundamentales de esta transformación se deben considerar, como alternativa a las propuestas que han circulado, una reforma integral del empleo público que promueva su profesionalización, estableciendo incentivos claros para una carrera funcionaria basada en el mérito, junto con un nuevo sistema de evaluación adaptado a los desafíos actuales. Dicha reforma debe estructurarse en torno a dos principios, garantizando por un lado el trabajo decente dentro del Estado y, por otro, separando con claridad al funcionariado del Estado de aquel de gobierno. De igual forma, se debe avanzar en reglas claras que faciliten la movilidad horizontal de los funcionarios públicos y el fortalecimiento del sistema de capacitaciones.
Asimismo, es clave acelerar la digitalización de los servicios públicos, fortaleciendo la interoperabilidad entre instituciones y desarrollando sistemas enfocados en la calidad y en la experiencia de las personas usuarias. De igual forma, se requiere una planificación presupuestaria estratégica que priorice la disminución de la desigualdad social y la garantía de los derechos fundamentales.
Por otro lado, una reforma que modernice al Estado debe además poner en el centro la relación entre este y la ciudadanía. Por lo anterior, se requiere fortalecer el “accountability” del sector público en la entrega de servicios, mejorando así la experiencia de los usuarios, además de avanzar hacia un “Estado abierto” a través del establecimiento de nuevos estándares en el acceso de información pública, la apertura de datos y rendición de cuentas.
Achicar el Estado sin una visión estratégica integral que considere las necesidades de la ciudadanía y la complejidad de las funciones estatales podría resultar en una falsa promesa de mejorar el funcionamiento del Estado, con costos sociales y económicos de manera inmediata y a largo plazo. La modernización del Estado no debe ser sinónimo de su desmantelamiento, sino de su transformación para un mejor servicio a la sociedad en su conjunto.