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La Orquesta Sinfónica Nacional afina su hogar
Por fin llegó el día en que pudimos pisar por primera vez Vicuña Mackenna 20 y conocer la nueva Gran Sala Sinfónica Nacional de la Universidad de Chile. Es la primera afinación con público y la expectación es alta. Por un lado, se siente el peso de la espera: ha pasado una década desde que comenzó la construcción del nuevo complejo de la Casa de Bello. Por otro lado, ya había trascendido la excepcionalidad de este espacio, que cuenta con una de las mejores acústicas en Latinoamérica.
“Estoy segura de que ninguno de nosotros olvidará este día”, expresó la rectora Rosa Devés ante los presentes: autoridades, estudiantes, profesores, funcionarios y trabajadores de la construcción de este espacio; todos quienes aportamos a este inédito proceso de afinación, ya que, la ubicación del público también absorbe sonido y es crucial cuando se busca el balance para su proyección ideal. Y al centro del escenario, la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile, afinando sus instrumentos con paciencia, como quien se enfrenta a una desafiante tarea por delante.
Por primera vez, músicos y público se encuentran en este nuevo recinto para iniciar una experiencia que va más allá de lo técnico. Porque lo que se afina aquí no es solo referente al sonido: también se afina la relación entre la arquitectura y la música que viaja a través de ella. Una relación íntima que —en palabras de la Rectora Devés en su bienvenida— “como todos los vínculos auténticos se irá consolidando con el tiempo, para dar lugar a un sonido cada vez más bello y profundo”.
Resulta que afinar una sala sinfónica es un proceso tan técnico como sensible. Mientras ingenieros recorrían cada rincón con sensores para medir la propagación del sonido, se realizaban también pruebas con globos. Uno de los elementos más llamativos del proceso fueron los plafones acústicos, grandes estructuras de madera suspendidas sobre el escenario que al moverse pueden cambiar la forma en que el sonido viaja. Pero al mismo tiempo, algo más sutil y poderoso ocurría: la orquesta estaba comenzando a tocar con la sala. No solo en ella.
El ingeniero acústico Gustavo Basso lo explicó con una imagen certera: “es como un instrumento nuevo”. Un instrumento que, como un violín recién construido, necesita ser tocado y escuchado para revelar todo su potencial.
Este fenómeno —de sala y orquesta aprendiendo a sonar juntas— tiene antecedentes. En Ámsterdam, la Real Orquesta del Concertgebouw se hizo célebre por su timbre cálido, moldeado en parte por la acústica de su histórica sede, inaugurada en 1888. Según el director general Simon Reinink, el espacio abraza en una “calidez aterciopelada” a toda la orquesta. En Viena, la excepcional acústica de la “Sala Dorada” del Musikverein ha sido clave para definir el sonido característico de su Orquesta Filarmónica. Y así también está ocurriendo en VM20: este espacio recién se comienza a escuchar y lo hará cada vez mejor.
Que hoy Santiago cuente con una sala de este nivel no es sólo motivo de entusiasmo, sino también de reflexión. ¿Qué implica que sea una universidad pública la que impulse y concrete una obra de esta envergadura? En un país donde muchas veces el acceso a la cultura se ve limitado por la falta de infraestructura, esta obra representa una afirmación: la excelencia artística también es un derecho público.