Las últimas lluvias han disparado los casos de ansiedad en recuerdo de la DANA
- Del shock colectivo al miedo íntimo
- El bucle de la alerta permanente
- Qué ocurre en el cerebro tras la DANA
- Los más vulnerables
- Cuando la alarma no se apaga
Lo que antes era una señal de prudencia se ha convertido, para muchos, en un disparador de ansiedad: cancelar planes, revisar una y otra vez el tiempo o sentir un nudo en el estómago cuando el cielo se oscurece.
El fenómeno no es aislado ni anecdótico. Responde a una huella emocional que dejó el episodio extremo y que hoy se amplifica por la sobreexposición informativa y la circulación de bulos.
El cambio es visible en la vida cotidiana. Personas que miran al cielo con recelo, familias que evitan salir y mayores que viven cada aviso con sensación de amenaza.
No se trata solo de prudencia, sino de una respuesta emocional persistente ante una experiencia de riesgo extremo que recalibró el sistema de alarma de la población.
Del shock colectivo al miedo íntimo
Para Manuel Armayones, profesor de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya, el proceso tiene una explicación clara.
La DANA no fue solo un evento meteorológico, sino un shock colectivo vivido también a través de las pantallas. La exposición continuada a imágenes devastadoras generó lo que la psicología define como trauma vicario, una forma de daño emocional que se interioriza sin haber estado necesariamente en el epicentro.
Ese impacto ha dejado asociaciones automáticas. Cielos grises, lluvia intensa o una notificación en el móvil activan una respuesta de miedo aprendida. La percepción del riesgo se altera y la amenaza parece mayor de lo que es, sobre todo cuando la información se presenta de forma alarmista.
El entorno digital juega aquí un papel decisivo. La incertidumbre —la pregunta insistente de si puede volver a ocurrir— empuja a buscar información de manera compulsiva.
El móvil se convierte en una vía para recuperar control, pero a menudo devuelve mensajes inquietantes que alimentan la ansiedad en lugar de aliviarla.
El bucle de la alerta permanente
Las plataformas digitales priorizan los contenidos que despiertan emociones intensas. El miedo capta atención y se propaga rápido. El resultado es un bucle de anticipación: se consulta para tranquilizarse y se sale más inquieto. Mapas en tonos alarmantes, titulares exagerados y mensajes sin verificar refuerzan la sensación de peligro constante.
Armayones propone una alternativa basada en la gestión consciente de la información. No se trata de desconectarse por completo, sino de elegir con cuidado.
Recomienda seguir una única fuente oficial —como la Agencia Estatal de Meteorología o Protección Civil— y evitar cadenas de mensajes y contenidos sensacionalistas. También sugiere cambiar el relato doméstico: hablar de prevención en lugar de catástrofe.
La clave está en recuperar el mando del dispositivo. Silenciar avisos innecesarios y fijar momentos concretos para informarse reduce la intrusión constante. La tecnología, sostiene, debe acompañar, no dominar.
Qué ocurre en el cerebro tras la DANA
Desde la neuropsicología, Juan L. García Fernández, profesor de los Estudios de Ciencias de la Salud de la UOC, explica que el cerebro aprende rápido tras un trauma.
Estímulos como la lluvia fuerte o el viento pasan a ser señales de alerta. La amígdala, encargada de detectar amenazas, se activa en exceso, mientras la corteza prefrontal —la que regula las emociones— tiene más dificultades para frenar la respuesta.
Este desequilibrio puede derivar en síntomas compatibles con estrés postraumático. No es raro que, ante un episodio leve, algunas personas revivan sensaciones del suceso original. Saben que no está ocurriendo nada grave, pero el cuerpo reacciona como si todo volviera a empezar.
A ello se suma el miedo anticipatorio: la expectativa de que el desastre pueda repetirse. Esa combinación explica por qué el malestar aparece incluso antes de que llueva.
Los más vulnerables
No todos reaccionan igual. Los niños, todavía en proceso de comprender el mundo, amplifican sus emociones al observar el miedo adulto. Las personas mayores, especialmente con problemas de movilidad, sienten una fragilidad mayor y una menor capacidad de respuesta.
Quienes padecen daño cerebral o enfermedades neurodegenerativas tienen más dificultades para autorregularse y para interpretar que una tormenta no implica necesariamente peligro inmediato.
También son especialmente sensibles quienes sufrieron pérdidas durante la DANA o arrastran traumas previos. En ellos, el sistema de alarma está ya sensibilizado y reacciona con rapidez ante cualquier indicio de tormenta.
Cuando la alarma no se apaga
El miedo es comprensible tras una experiencia así. El problema aparece cuando interfiere en la vida diaria. Respuestas desproporcionadas ante lluvias leves, evitación constante, problemas de sueño, irritabilidad o recuerdos intrusivos son señales de alerta. Si el malestar se prolonga durante semanas y no disminuye, conviene buscar apoyo profesional.
En personas con deterioro cognitivo, los cambios pueden traducirse en mayor agitación y desorientación. Aquí, la intervención pasa por la simplicidad y la previsibilidad. Entornos estables, luces cálidas, mensajes breves y un tono sereno ayudan a reducir la activación.
García Fernández subraya la importancia de la corregulación. La calma del cuidador se transmite. Planificar con antelación, ofrecer contención física y redirigir la atención hacia estímulos neutros o positivos refuerza la sensación de seguridad.
La respuesta emocional que dejó la DANA no desaparecerá de un día para otro. Evitar que se cronifique exige combinar una información responsable con apoyo emocional, especialmente en quienes son más frágiles. Mirar al cielo sin miedo será, para muchos, un proceso lento, pero posible.