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Oriente cinco

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En el número cinco de la calle Oriente, una mujer contrae matrimonio; un padre y una madre pasan revista a una audición; una hija miente y un hombre desespera. En la calle más vistosa del barrio, la más castiza y desordenada, a cada uno le toca su fiesta o su quebranto, siempre que la velocidad de conexión y las actualizaciones del teléfono lo permitan. Diría cualquiera que en ese edificio no viven lugareños: cada quien viene de un lugar distinto e intentan sobrellevarlo con una sospechosa entereza, por no hablar directamente de misantropía. Pertrechados en su cautiverio, rodeados de muebles desmontables que probablemente no consigan sobrevivir a una segunda mudanza y repantigados en butacones que dejaron de estar mullidos al mes de haber sido comprados, los hombres y mujeres de esta finca asegurada contra incendios se reúnen alrededor de sus dispositivos como sus antepasados lo hicieron ante la lumbre. Se lo cuentan todo. Cuitas, mentirijillas, angustias, miedos, soledad, aburrimiento, impagos, reproches, diagnósticos, recetas, remedios caseros, claves caducadas, tallas de pantalón, índice de azúcar en sangre, citas para renovar el pasaporte, decisiones urgentes, sesiones de psicoterapia, meriendas y quedadas con nietos que crecen en remoto, interminables reuniones de departamento… ¡A esta gente lo que le sobra es distancia! Y datos, claro. A la misma hora, incluso en continentes distintos, todos asisten puntuales, como quien cena o se insulta en familia. FaceTime. Live. Google Meetings. Zoom. Skype. Telegram. Nunca un teléfono había servido para tantas cosas que en nada tuvieran que ver con hablar, esa práctica analógica y chatarrera, piensa Renato, el conserje de Oriente cinco, mientras friega el suelo de la portería que desde hace veinte años depende de su diligencia y buen hacer. Un poco de mopa y otro rato escuchando. Pensar que antes, cuando la gente dejaba recados, sí que se enteraba de todo. «Ahora ni eso», se lamenta. Da otro poco más de fregona y aprovecha el aclarado para quedarse con la oreja pegada a la escalera. Los de la junta de vecinos creen que no trabaja, pero quién si no él dedica horas y horas a escuchar lo que se dicen los extraños, información que podría ser sensible para la seguridad de todos los vecinos. A poco que se asome al hueco del ascensor escucha con pelos y señales las vidas ajenas y ya ni hablar si se resguarda tras el ventanal de la portería. Desde ahí puede ver a sus vecinos mentir y fingir como cabrones: con traje y corbata de la cintura para abajo, rellenando la taza con cerveza en lugar de con agua y haciéndose rodear por un juego de focos que ni el flexo con el que Herbert von Karajan se iluminaba la platinada cabellera le llega a su altura. Planta por planta, Renato lo ve todo. Lo sabe todo. «Ahora no puedo». Inmaculada riza sus pestañas con una brocha. Adrián, su compañero de piso, se quita los tacones de charol amarillos y resopla, rascándose la cabeza recién afeitada. Hoy toca hacer la colada y él, que odia la suciedad, sólo puede combatirla trepado en unos stilettos talla 42 que compró en la calle Carretas. Ese es el trato, simple pero ineludible: él barre cantando Thalía e Inmaculada sacude hasta arrancar todo el polvo, la ceniza y cuanto pegote extraño haya quedado del fin de semana. -¿Qué, vas a salir? Inmaculada abre la boca y levanta la mirada hacia el techo, para pintarse mejor. -No -aplica la máscara con más fuerza sobre las pestañas-. Voy a hablar con mi madre por Facetime. -¡Uy! -su compañero de piso sacude los hombros-. ¿Todo bien? Ella asiente -Píntate mejor. Tienes bolsas de alcohólica. Inmaculada ríe. -Peor vas tú. Si esperas cuarenta minutos... Casi nunca hablan tanto tiempo su madre y ella. Antes, cuando su padre vivía, él se sentaba frente a la pantalla y le daba al palique. Entonces sí que podía demorar una hora o algo más. Ahora, su madre y ella quedan a perdonarse la vida. Inmaculada porque no quiere volver a casa a cuidarla y su madre porque no quiere que la hagan sentir inútil. «Estás demacrada». Inmaculada asiente el zarpazo. Su madre habla, desde el salón comedor de la antigua casa, enmarcada en la lente de un móvil con la pantalla destrozada. Inmaculada finge no haberla escuchado y pregunta qué hora es allí. «A ésta le pasa algo», piensa la una de la otra. Pero ninguna está dispuesta a preguntar. «Emilio, ¡apúrate!». María de Lourdes cruza el salón con la tableta en la mano. «Date prisa, ¡va a entrar la novia y nos la vamos a perder!». Su marido, a quien la boda le importa lo justo, sonríe sin ganas y se sienta junto a ella, fingiendo que todo lo ve y todo lo escucha. «Sí, la novia está bellísima y él se ve elegante. ¿No te parece, cariño?». Emilio recibe un codazo de su mujer, a quien nunca le ha caído en gracia el novio de su sobrina y mucho menos que se fuera tras él, a Panamá, en lugar de venir a vivir a Madrid con ella y el resto de la familia. En el fondo, da igual, a sus hermanas hace un lustro que no las ve, a sus cuñados tampoco, mucho menos a sus tías. Uno más o uno menos, en ciudades distintas, a horas distintas. Por eso han decidido que la boda se celebre de aquella manera, por Zoom y con lista de boda según país de residencia. Cuando su sobrina está a punto de manifestar su consentimiento, parpadea la luz. ¡Ay, no! La conexión se ha ido a tomar por saco. Justo en ese momento, en la planta segunda de Oriente cinco, Mariajo y Leoncio estampan un cojín contra el suelo. «¡Cojones!», grita él, fuera de sí y con la casa a oscuras. Acaba de irse la luz. Ahora, justo ahora, cuando sus hijos están a punto de completar la audición para la Filarmónica de Los Ángeles. «¡Rápido! ¡Busca el pincho de los datos!». Lo que en cualquier circunstancia sería una avería eléctrica en la manzana, para los Palomino es una tragedia trasatlántica. A la audición no se presentaba uno de sus hijos, ¡sino dos! El mayor para concertino y el menor para viola solista. Mariajo, que por sus años como directora musical lleva mejor los contratiempos y desgracias, intenta buscar una solución. Leoncio, martillo especializado en sinfonías de Mahler, monta en cólera y corre por todo el departamento moviendo los brazos como aspas. Hasta el bajo derecho del edificio llegan los lamentos, histerias y arrebatos vecinales. No podía ocurrir a cualquier otra hora sino en esa, cuando todos necesitan conectarse a internet. Jairo, que se gana la vida al volante de un Skoda blanco, llega a casa con los audífonos puestos. Nunca se los quita. Parece que habla solo, y en ocasiones así es. Pueden transcurrir cinco o seis minutos escuchando apenas un sonido de fondo: trastos que alguien friega, cucharillas que chocan contra una taza o una puerta que se cierra. Una colección de sonidos domésticos amuebla el día, hasta que Jairo hace una pregunta brevísima, anuncia que irá a visitar al abuelo o repasa cuántas viandas le quedan en la nevera. Al otro lado de la línea, su hermano contesta con una o dos palabras, casi gruñidos. Más que hablar, se monitorizan, se dan una fe mutua de vida, acaso se acompañan. Jairo pasa todo el día al teléfono. Su hermano lo necesita, o así lo parece al escucharlos. Los pasajeros de su taxi no notan que Jairo está al teléfono. Apenas le hablan. No esperan a que les conteste los buenos días y como apenas levantan la mirada de las pantallas, los viajes los hace como si estuviera a solas y puede incluso que en ocasiones lo esté. «¿Te acuerdas de cuando buscábamos membrillos en el pueblo?». «¿Has guardado ya la ropa de invierno?». «¿Ya no bebes leche?». Jairo obtiene un sí o un no por respuesta y aguarda largo rato, de nuevo, escuchando los sonidos de una casa que se cuelan por la bocina. Esta noche, sin embargo, Jairo se inquieta. Apenas consigue ver nada en su bajo derecha, deja caer las llaves, no logra vislumbrar el interruptor ni las escaleras. Todo ha desaparecido en una olla oscura en la que es incapaz de saber qué está arriba y qué abajo. Y mientras, al otro lado de la línea un tenedor choca contra un plato y un grifo descarga un chorro de agua, en el número cinco de la calle Oriente, un hombre tropieza escaleras abajo. Jairo recorre la sala de fusibles con una linterna. Tres plantas más arriba, una mujer vestida de blanco no acaba de aceptar por marido, dos músicos están a punto de perder una plaza en una orquesta y una madre y una hija pierden una de las cinco conversaciones que restan antes de que alguna de las dos entre en quirófano. En la calle Oriente 5 la vida se desliza al tacto, de teléfono en teléfono, varias veces, cuesta abajo hacia la autovía.

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