1522
La síntesis renacentista funcionaba al clavo cuando la Iglesia era sólo una y la Europa Occidental que la cobijaba, un fuerte: había dos pasados, el bíblico y el grecorromano, y habían sido conciliados lenta, sólidamente, mediante el pensamiento platónico de los padres de la iglesia. La teoría general lo explicaba todo, aunque las divergencias regionales produjeran pequeños focos de corrupción. Esa teoría general resistió los embates de la realidad. En el ya clásico 'La invención de América' Edmundo O'Gorman demostró que, en los años tempranos de la invasión europea, las nuevas tierras, más que conocidas, fueron ajustadas a una teoría anterior. La realidad imaginada como algo posterior en la letra, y no siendo conocida al modo en que los modernos pensamos que conocemos el mundo: como algo anterior. Y así como alguna vez las ideas que lo cambiaron todo vinieron del borde más polvoso y oriental del imperio — un par de rabinos radicales, primero Iesu y luego Paulo , que proponía una doctrina que contradecía al sentido común romano— el documento que obligó a Europa a reconocer que el esquema mental anterior no servía y el mundo era irremediablemente diverso, vino de las fronteras. La carta de Cortés de 1520 , que fue impresa en Sevilla en español y alemán simultáneamente apenas alcanzó la oficialía imperial —la leyenda dice que cuando Carlos I la leyó, ya era un 'best seller'— daba testimonio de la existencia de un mundo autónomo que había florecido sin filósofos griegos ni ley romana ni rabinos rebeldes y que, justo porque América había sido inventada como un territorio dispuesto providencialmente para el beneficio de la corona de Castilla y Aragón, podía ser ocupada. Los españoles del Caribe ya tenían clarísimo, por entonces, que más allá de la isla de Cozumel había todo un universo que no tenía nada que ver con las cartas más bien demasiado imaginativas de Colón, pero en Europa la carta debe haberse sentido como una misiva escrita en un Júpiter en que hubiera rascacielos. El texto de Cortés se publicó en 1522 , casi de manera simultánea a las 'Ocho Homilías de Pascua' de Martín Lutero y apenas unos años después de La disputa de Heidelberg —1518— que contiene la frase que iba a dividir a Europa, y todo lo que tocara más tarde, en dos: «Puesto de otro modo: nuestras obras no contribuyen en lo absoluto a nuestra justificación ante Dios.» Este no es lugar para finezas filosóficas, pero para el teologazo que era el joven Lutero, si Dios está fuera de la historia La disputa de Heidelberg —porque es una causa incausada aristotélica— su Gracia fue impuesta en quienes viven en la historia desde antes del momento fundacional en que se hace la luz, así que la agencia humana para ser justo frente al poder divino —y por tanto salvarse—, equivale a cero. Nada, después de la publicación de esos dos libritos, volvió a ser igual. El mundo era gigante y se podía interpretar de modos fundamentalmente diversos. Las cosas dejaron de ser vistas como una emanación de la singularidad divina —aquí las vírgenes etéreas de Fra Angelico — y aparecieron como se le venían encima al espectador: las uñas puercas del san Juan Bautista de Caravaggio .