Espiar por una cerradura la intimidad de alguien, más si se trata de un creador importante, no deja de ser un acto repulsivo y fascinante , las dos cosas al mismo tiempo. Lo podemos hacer con la conciencia tranquila cuando el tiempo ha hecho su labor y el artista en cuestión se ha desmaterializado y convertido en mito, casi en una figura tan ficticia como los personajes de sus cuadros o novelas. Sólo entonces sus cartas o diarios, esas páginas en las que volcó odios y pasiones, mezquindades o retorcimientos sexuales, dejan de ser chismografía y se convierten en una fuente riquísima de información para sus exégetas y lectores. Es lo que ocurre con las cartas de James Joyce (1900-1920)...
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