Juan Manuel
Se despidió Serrat y ya no queda nada tangible. Se fue de Madrid triunfando, condenándonos a vivir un tiempo que ya no será el nuestro. Dicen que quedan las canciones, pero eso es un dicho, un consuelo para dipsómanos o una martingala. Dicen que estuvo de dulce en el Palacio de los Deportes, dicen que muchos lloraron en no sé qué orfandad musical. Dicen, y yo no lo vi. Yo conocí a Serrat en el Bachillerato interminable. Rimaba a Machado y rimaba mi corazón, también. Y llovía detrás de los cristales en el autobús que cruzaba las curvas y las recurvas de Despeñaperros. El mismo día que Serrat se iba de Madrid, yo lo llevaba en mis cascos por la ciudad bajo cubierta del metro. A Serrat hay que darle todos los homenajes posibles; quizá porque gracias a él no le perdimos la cara al Mediterráneo, porque robamos una belleza de cartón piedra de un escaparate y la Transición, con sus asperezas, se nos hizo más llevadera. Joan Manuel Serrat Teresa es y será el hilo, quizá el único, que nos una a esa sana catalanidad. Porque el Serrat vernáculo es también magistral, y su catalán, poesía provenzal en los oídos de un castellano del sur como el que esto suscribe. Y luego, claro, el Serrat que le dio guitarra a la poesía de un Miguel Hernández que sólo andaba colgado en las paredes del cuarto del joven escritor que quise ser. Madrid se rindió a Serrat. Y él sabe que en el escenario nunca se dice nunca jamás. Llueve en Madrid sin gana ni compás. Han limpiado el WiZink Center. Dicen que cantó un ángel con vibrato. Gloria a Dios en las alturas...