Nadie jamás en ninguna parte
He sido uno de los pocos españoles que ha visto 'Todo a la vez en todas partes'. Tengo entendido que nuestro país sólo ha aportado el 0,5 por ciento de los ingresos que ha recaudado en el mundo la película de los siete Oscar . Y puestos a seguir formando parte de minorías exiguas, también soy de los pocos que, habiéndola visto, se atreven a decir que le parece una tomadura de pelo. Me enfrenté a ella con las pilas puestas porque me habían dicho que los laberintos del multiverso estaban fuera del alcance de las mentes torpes. Al principio me intrigó. Creí que iba a divertirme. Pero el espejismo duró poco. A la media hora, no recuerdo si antes o después de que los dedos se convirtieran en salchichas, ya había comprendido que no formaba parte de su público objetivo. Lo mejor que puedo decir de ella es que el tiempo que transcurrió hasta que comenzaron a desfilar los créditos finales no pesó en mis párpados lo suficiente como para finiquitarla con un fundido a negro prematuro. Eso sí: celebré que acabara, resoplé para darle a mi decepción la correspondiente onomatopeya y concluí que tardaría muy poco en olvidarla. Y en eso no me equivoqué porque apenas ha pasado un mes desde que la vi y ya no recuerdo de ella casi nada. Lo único que me queda es la extraña sensación de que soy un espécimen de otro mundo, incapaz de seguir la velocidad y la dirección del que me rodea. Oti Rodríguez Marchante, que es uno de mis dos críticos de cine favoritos, me hizo ver que la película no deja de ser una crítica más seria de lo que parece a la sociedad de nuestro tiempo, poblada de individuos que pueden estar a la vez en lugares distintos, y además revestidos de personalidades contradictorias. Es posible multiplicar encarnaciones físicas, virtuales y oníricas haciendo gala, en el mismo espacio temporal, de un genio horrible con un colega del curro durante una bronca laboral, una paciencia infinita con un buen amigo en una conversación de WhatsApp o una amabilidad pasada de azúcar con una mujer estupenda en el tálamo de la cabeza. La voz, los mensajes escritos en un teléfono móvil y los fantasmas de la imaginación coexisten en planos superpuestos que difuminan el concepto de la realidad hasta convertirla en incomprensible. Es lógico, después de todo, que el cine, que siempre ha querido ser el espejo de la naturaleza humana, siga esa misma estela de barullo asilvestrado en que se ha convertido la modernidad. Los sumos sacerdotes de la industria de Hollywood no quieren ser señalados como antiguallas que se quedan al margen de los soplos de aire fresco que le plantan cara a los superhéroes de Marvel , que eran hasta ahora los únicos capaces de llevar al cine a los menores de 30 años. Pero, humildemente, creo que se equivocan. Pincho de tortilla y caña a que dentro de un año muy pocos recordarán 'Nadie jamás en ninguna parte'. ¿O no se titulaba así?