En vanguardia y singular, como su editorial, Círculo de Tiza. Un catálogo que cubre un hueco inexplicable en un país como el nuestro, tan de periodismo literario y de escritores periodistas. De literatura de urgencias . Así es y eso es lo que le gusta a Eva Serrano (Madrid, 1961), una mujer a la que todos los libros que ha leído le han cambiado un poco la vida, si bien uno lo hizo de manera particular. Se titulaba 'Los suicidios del fin del mundo'. Estaba escrito por una argentina, Leila Guerriero. Surgió de la necesidad de convertir una crónica periodística en una gran historia literaria. Y supuso el paso de Eva de lectora editorial a editora de su propio sello. De no haber sido editora, o lectora, lo mismo Eva Serrano habría sido periodista. Nunca escritora, quitando los «tres cuentitos adolescentes» de todo quisque en edad de soñar. Porque, lo mismo que Roberto Bolaño, desde muy joven fue consciente de que había personas que escribían bien, personas que escribían muy bien… y escritores de verdad. La vocación lectora, empero, le venía de padre y de madre. Pero sobre todo de abuela. Su abuela materna, Elvira Martín, fue una mujer adelantada a su tiempo. Gallega, librera, escritora, exiliada y traductora al inglés, entre otros, de Pearl S. Boo k. Ella le dejó una herencia envenenada: la historia de las mujeres de su familia, y la pasión irrefrenable por los libros. Pronto aprendió que el noventa por ciento de los libros no pasan la primera criba Ya que no Periodismo, por prescripción familiar, empezó sus estudios universitarios en Derecho. Pero como hablaba inglés y francés, y escribía algo más bien que mal, sin llegar a Bolaño, dice, acabó en un despacho, dirigiendo la comunicación interna de una multinacional. Otra literatura. Hasta que se casó, tuvo una hija… y recibió una «pequeña-pequeña» herencia paterna . Lo justo para emprender su propia carrera en solitario como editora en 2017. Hasta hoy. Siendo lectora por cuenta ajena, para Alfaguara, Anagrama o Tusquets, aprendió una cosa: que el noventa por ciento de los libros que llegan a una editorial no pasan la primera criba. Luego están ese diez por ciento de «grises», que podrían ser o no ser grandes títulos. Hasta que surgen milagros, dice, como el de Alberto Méndez con 'Los girasoles ciegos'. Pero después de ocho años leyendo novelas para otros, descubrió que, en gran manera, se había cansado de la ficción. Que lo que le gustaba de verdad, reviviendo su vieja pasión por el periodismo, era esa dosis justa de literatura (es decir, de ficción) para que la no ficción (es decir, la realidad) se pudiera alcanzar e interpretar en su justa medida. La verdad de las mentiras, que decía el gran Vargas Llosa de 'La tía Julia y el escribidor'. En un ensayo, asegura, igual se necesitan seiscientas páginas para desarrollar una idea. Pero las crónicas reúnen muchas pequeñas historia distintas , que son las que nos sirven para configurar una visión del mundo. Y además, si ya no hay género entre las personas, ¿por qué lo habría de haber entre los libros? Esto es lo que pensó cuando se remangó para fundar su propia empresa: el mundo es cada día más complejo, y hace tiempo que la realidad ha superado a la ficción por goleada; si yo tengo esta sensación y esta curiosidad, ¿podrá haber mil quinientas personas en España que piensen como yo? Las hubo. Las hay. En España y en español, fuera de España. Así que empezó con selecciones de «poesía en prosa» de los clásicos, como Umbral, Vicent o Azúa. Joyas de orfebrería ¿Acaso las columnas de Umbral no explican mejor que ningún libro de historia cómo fue la Transición española? Y a esa generación le fue sumando otra nueva, con nombres como los de Gistau, Jorge Bustos o Antonio Lucas . ¿Acaso las crónicas parlamentarias de Gistau no eran auténticas joyas de orfebrería literaria? A ellos se han ido añadiendo nombres más jóvenes, que saben ser radicalmente modernos sin renunciar a ser costumbristas. El caso, dice, es lo naturalmente bien que pasa el buen periodismo de los periódicos a los libros. De la liquidez de «escribir en el agua», es decir, en la evanescencia del día a día, a la solidez de pasar al libro, con lomo y hasta con tapa dura. Ya no estamos en aquellos setentas en los que se decía que «un libro ayuda a triunfar» para decorar las estantería de las casas de la gente de bien. Ahora cada libro es un libro. La pandemia nos hizo vivir la ficción de que la lectura había vuelto de manera mayoritaria, y de que se iba a quedar para siempre. Pero 2022 ha devuelto las aguas a su cauce. El cauce, sin embargo, no viene mal del todo. Es generoso. Además, hay tanto ruido cada día ahí fuera, «que la única manera de estar con uno mismo, y en silencio …, es leyendo». Será verdad.