Desde Quinto Cicerón y sus consejos, ciertos o apócrifos, de retórica populista, las campañas electorales han representado siempre la cara más superficial de la política. Una suerte de dramaturgia festiva y más bien trivial donde los candidatos devienen actores de una impostura efectista que simula la entrega –temporal– del protagonismo a la ciudadanía, y a la que el marketing aportó el abrumador poder de convicción de las técnicas propagandísticas. Hasta el siglo pasado, más o menos, se trataba de un convencionalismo consentido que funcionaba como un paréntesis de la política auténtica, la que se desarrolla en la esfera de poder y se ocupa en teoría de las decisiones serias, si es que existe alguna más importante que la de elegir...
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