La pirámide del faraón
Mentira cochina: en la trastienda del poder no manejan información privilegiada sobre el verdadero estado de ánimo del país. De ahí la desagradable sorpresa que se llevaron el domingo por la noche. Su observatorio no deja de ser una burbuja más, poblada de culos agradecidos que se ponen en pompa ante la majestad intimidatoria de un jefe cuyas ínfulas de infalibilidad acalla cualquier atisbo de discrepancia. El deporte de llevarle la contraria a Sánchez es de alto riesgo. No hay más que contar los cadáveres que jalonan su camino para tenerlo claro. En su descargo cabe decir que el origen de esa patología despótica no está sólo en su temperamento –que también–, sino en el aire que se respira en la pirámide del faraón. El síndrome de La Moncloa vuelve gilipollas a todos sus inquilinos. Rajoy tuvo más poder que nadie y acabó perdiéndolo mientras daba bandazos etílicos por la calle de Alcalá. Zapatero arrastró con su caída todo el poder territorial que atesoraba su partido y en lugar de cumplir su promesa de irse a contar nubes se largó a Caracas a asesorar a Maduro. Aznar, al final de su segundo mandato, batió todos los récords de antipatía desde que hay registros demoscópicos y acabó dando clases magistrales de todo lo habido y por haber. Incluso de fútbol. A Felipe le pasó lo mismo que a Clint Eastwood en 'La leyenda de la ciudad del nombre': toda la urbe institucional se le desplomó encima después de que la corrupción fuera socavando sus cimientos durante años como una lechuza vizcachera. Suárez acabó más preocupado por el valor estratégico del cuello de botella del estrecho de Ormuz que de la rebelión de sus barones en la casa de la pradera. Aun así fue el único que tuvo la dignidad de dimitir cuando se dio cuenta de que había perdido de vista el pulso del país. Pedro Sánchez lleva camino de protagonizar un mutis aún más horrendo que el de sus predecesores . Sus últimas señales de vida demuestran que no se entera de nada. El fantoche del CIS, alias Tezanos, le convenció de dos mentiras mayúsculas. La primera, que los españoles ya no votaban siglas, sino líderes, y que su tirón era incomparablemente más fuerte que el de ninguno de sus competidores. La segunda, que todos los arúspices del sector privado estaban en Babia y que los hígados de las ocas aún apostaban por él. Lo que no le dijo es que su arrogancia se ha convertido en veneno para las urnas y que mientras siga apoyándose en bilduetarras vascos, separatistas catalanes y populistas de extrema izquierda no tendrá ninguna opción de vender un peine. De momento ya ha derruido las murallas de Jericó que protegían a los suyos en seis comunidades autónomas y me apuesto pincho de tortilla y caña a que el batacazo del 23 de julio esculpirá en su lápida este fatídico epitafio: aquí yace el difunto que deja un Estado mucho más débil del que heredó y unos enemigos más fuertes gracias al influjo de su engendro Frankenstein. Que Mary Shelley nos proteja.