Conservar la educación política
Cualquier forma de hostigamiento a un cargo público debe censurarse sin ningún tipo de atenuante. No existe ninguna circunstancia que permita legitimar el acoso a un político, independientemente de lo que haya podido decir o de las posiciones que haya adoptado en el ejercicio de sus funciones. Por este motivo, la escena a la que se vio expuesto el diputado del PSOE Óscar Puente a la entrada del AVE merece la más vehemente reprobación y resulta injustificable. Más allá de que la conducta del ciudadano que le increpó pueda o no constituir un delito, nadie debería irrumpir en la vida privada de un representante público que, por lo demás, merece exactamente el mismo grado de respeto que cualquier otra persona. Este tipo de acontecimientos no son hechos aislados, sino que son consecuencia de un clima de crispación creciente en el que, desafortunadamente, han participado de manera irresponsable algunos políticos. Desde hace más de una década, se vienen alentando actitudes inquisitivas y abusos bajo fórmulas tan siniestras como la que acuñara Pablo Iglesias al describir este tipo de actitudes como «jarabe democrático», unas prácticas que legitimó y de las que tanto él como su familia, lamentablemente, acabaron siendo víctimas. Que el propio Iglesias instigara estas conductas no puede justificar hechos que son absolutamente intolerables en democracia. El doble rasero con el que parte de la izquierda ha reaccionado a estas agresiones tampoco puede servir de coartada para minimizar la rotundidad con la que debe condenarse cualquier forma de acoso. Desde hace años estamos comprobando cómo se deterioran las condiciones mínimas de convivencia que exige una sociedad plural. El primer precedente de estas prácticas intimidatorias y humillantes fue el escrache que sufrió Cristina Cifuentes. En julio de 2012, quien entonces era delegada del Gobierno en Madrid, fue víctima de insultos, empujones e incluso escupitajos, procurados por una turba de energúmenos que la increparon en el centro de la capital. Inexplicablemente, hubo políticos que mostraron una inquietante empatía con los acosadores. Aquel episodio fue el primero y uno de los más graves, pero han sido demasiadas las veces en las que una multitud se ha sentido con el derecho a hostigar a políticos y a sus familias, dentro de las cuales se contaban, en muchas ocasiones, niños o personas ancianas. Rosa Díez, Soraya Sáenz de Santamaría, José Luis Ábalos, Rita Barberá o Inés Arrimadas han sido víctimas de intimidaciones de distinta intensidad y todos esos ataques fueron execrables. En el caso del expresidente Mariano Rajoy, la agresión llegó a ser física. No existe ningún nivel de agresividad personal que pueda hacerse tolerable en política y estos actos traducen socialmente un envilecimiento que, en muchas ocasiones, se promueve desde las instituciones. La violencia simbólica o verbal ha llegado a ejercerse por políticos, tal y como se ha visto esta semana con el caso del ya exconcejal Daniel Viondi, quien palmeó la cara del alcalde de Madrid. Manuel García Salgado, miembro de la Ejecutiva Federal del PSOE, hace pocos días se permitió llamar «unineuronal» a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Desde los extremos ideológicos, y desafortunadamente a veces no sólo, se ha tolerado o minimizado la gravedad de este tipo de acciones o declaraciones. Desde ABC siempre defenderemos la inequívoca condena de cualquier acción, invasión o actitud en el ámbito personal que exceda las fórmulas de respeto y los códigos de cortesía a los que todos tenemos derecho.