Le bautizamos al alimón Pepe Ribagorda y yo. Él le llamaba «mítico» y yo «Llorenç». Convenimos juntar ambos términos y Lorenzo Díaz fue ya siempre para nosotros «el mítico Llorenç». Nos asaltamos a inicios de los ochenta –«no puede negar, joven, que viene usted de provincia deprimida», me espetó– y, de radio en radio, de charleta en charleta fuimos cruzando esta España nuestra de alocución en alocución. Cuando conducía yo, que era siempre, no quería que le llevase por autopistas: «A ver, Queipo, –sí, me llamaba Queipo, Sevilla, la radio–, cuando lleva usted en su vehículo automóvil a un humanista tiene que pasearle por carreteras lentas, para que vea los campos de labor, cómo sube el cereal, algún labriego esforzado,...
Ver Más