El ajo, oro blanco en los mercados cubanos
SANTA CLARA, Cuba. – Pocos días antes de subirse al avión rumbo a Florida, Jesús Alberto llevó a su primogénito al vasto campo sembrado y lo puso a su cargo. “Trabaja y lucha igual que yo para el pasaje”, le orientó al muchacho de veintitantos años. Con la venta de ajo, el campesino de la zona de Camajuaní pudo hacerse de un patrimonio para lograr su objetivo inmediato: reencontrarse con el hermano en Estados Unidos, con parole aprobado y sin necesidad de vender la casa ni los múltiples electrodomésticos adquiridos; solo precisó de unas cuantas cosechas del llamado “oro blanco” de los campos cubanos.
Cuando le faltaban algunos cientos para no irse con las manos vacías, la providencia jugó a su favor: un negociante le propuso la compra íntegra del cultivo y él se lo cobró en dólares americanos al cambio informal, según especifica vía WhatsApp. “Trajo a su gente, lo recogió y se lo llevó todo en un camión vaya a saber pa’ dónde; sospecho que pa’ La Habana, que es donde más caro se vende”.
El precio del ajo ha subido abruptamente en las últimas semanas, a pesar de que a finales de cada año es cuando suele encarecerse debido a que coincide con el período de siembra. El ciclo oscila entre 120 y 150 días, desde octubre a febrero, cuando por lo general se acostumbra a recoger los bulbos. Una “pata de ajo”, como se le conoce al enristrado de 50 cabezas, ha alcanzado el valor de entre 2.000 pesos y hasta 5.000 en el el mercado particular, al tiempo en que en los anaqueles estatales apenas se halla a la venta, a no ser el procesado y envasado por las minindustrias.
“Es increíble que para sazonar la comida tenga que gastar el retiro de un mes”, protesta una jubilada en el mercado Buen Viaje, de Santa Clara, punto de venta más concurrido en la zona central de la ciudad. La vendedora alega que a ella se lo entregan los intermediarios, los mismos que lo compran al por mayor a los productores, y que a cada “pata” solo le está ganando unos pocos pesos, que tampoco es “para hacerse rica”.
Un poco más adelante se divisan pomos plásticos repletos de dientes pelados. “Mi socio y yo nos vamos a casa de los guajiros y le compramos toda la merma”, explica ese otro vendedor. “O sea, las cabezas desgranadas ya viejas que les quedan sin enristrar o las que le faltan dientes, y las pelamos con mucha paciencia porque eso es trabajo de días y noches. La gente prefiere pagar estos pomitos y la verdad es que sí nos da ganancia”.
En este mismo puesto del cuentapropista hay otras alternativas supuestamente más económicas para los que no puedan desembolsar el monto extraordinario de una ristra: vasitos de dientes sueltos a 300 pesos, pequeños pomos del producto molido con cáscara a 500 o cabezas sueltas a 40 cada una. Hay quienes optan por adquirir la especia en polvo importada que se comercializa por unidad a casi 1.000 pesos, aunque el cubano siempre ha sido partidario de “lo natural”.
Estudios recientes de la Universidad Agraria de La Habana demuestran que la producción de ajo en la Isla es bastante reducida, amén de que constituye un condimento imprescindible en la culinaria nacional. Los clones más utilizados en el país, como el “criollo” y el “vietnamita”, reportan rendimientos de unas dos toneladas por hectárea, muy por debajo de otras regiones con climas similares. Además, los bulbos obtenidos son de tamaño pequeño, con numerosa cantidad de dientes finos, comúnmente rechazados por la población.
Al respecto, la investigación mencionada sentencia que es posible que los bajos rendimientos del ajo, el hecho de ser un cultivo anual y su alta demanda, sean las causas del aumento vertiginoso del precio en el mercado nacional. Sin embargo, los campesinos coinciden en que existen muchas otras razones que condicionan que la hortaliza haya equiparado su valor con el de un cartón de huevos o un paquete de pollo.
“Doblando el lomo” en el campo
Gran parte de la cosecha de ajo en Cuba es desarrollada por productores privados o cooperativas. Los afiliados a estas últimas entidades obtienen algunos “beneficios” como la entrega subvencionada de semillas, pesticidas y fungicidas, que a veces les son asignados al término del ciclo, cuando ya lo tienen a punto de recogida. De hecho, ya hace algunos años que la producción de fertilizantes industriales no logra cumplir con la demanda de los campesinos, quienes deben elaborarlos mayormente de forma artesanal y rudimentaria o adquirirlos por sus propios medios.
Tanto el petróleo para el riego como el “líquido” para las plagas está siendo solventado por los productores, más las mangueras, turbinas y otros muchos enseres necesarios para llevar a término la cosecha. Por ejemplo, los herbicidas comprados en el mercado informal van desde los 5.000 hasta los 10.000 pesos, sumado al “mofuco” que se utiliza para espolvorearlo cuando ya está almacenado y enristrado.
Jesús Alberto explica que son muchos los gastos derivados del cultivo como el pago a la brigada que trabaja el campo o a quienes lo enristran finalmente para venderlo a los intermediarios. “Se les paga a boyeros para que preparen el terreno, que ya quedan pocas yuntas por los robos de animales”, detalla. “Se contratan brigadas para que limpien la maleza a guataca limpia y a otros para que le hagan guardia. Después, a otro grupo más para que lo arranque y a un transporte para que te lo lleve a tu casa. Todo esto sin contar lo que cuesta el riego con turbinas eléctricas. Entonces, ¿cómo van a esperar que uno lo regale, así como así?”.
En varias ocasiones la prensa oficial ha culpado a los productores de incumplir con los contratos y vender el ajo “por la izquierda” en busca de mejores dividendos. También han referido que existen campesinos que lo “esconden” en el primer trimestre y pactan la entrega a finales de año, justo cuando escasea, para obtener un pago del doble de su precio. En otros casos, se dice que “comprometen” la cosecha entera a negociantes que lo trasladan desde el oriente hacia la capital priorizando “sus intereses particulares”.
“El Estado paga muy poquito para el trabajo que se pasa para lograr un campo de ajo”, especifica Yusniel Pereira, plantador independiente de Vueltas, en Villa Clara, una de las más prósperas para este tipo de plantación. “El ajo no es como el arroz o la papa, es doblando el lomo todo el tiempo desde que preparas el surco, lo riegas, entierras el diente, lo tapas y lo recoges. Si la tierra la siembro yo, a lo que recojo le pongo el precio que yo quiera”.
Aunque la producción de ajo también genera empleo en la zona rural de Camajuaní, la migración de la fuerza de trabajo joven ha influido en que merme la tradición de la siembra. Aun así, ambos productores coinciden en que el ajo le “ha dado negocio” a mucha gente, más que otros cultivos de amplia demanda: “Casas, motorinas, ir a hoteles todo-incluido, y la posibilidad de irse del país”, enumera tras su experiencia Jesús Alberto desde Miami, donde asegura, no piensa volver a embarrarse las manos de tierra.
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